Por:  Luis Eduardo Martínez Hidalgo.  http://luisemartinezh.wordpress.com

Releo el último reporte Ómnibus de Datanalisis y me detengo en la opinión de los entrevistados acerca de una pregunta que previamente no me había atrevido a comentar:

“¿Qué tan de acuerdo o en desacuerdo estaría usted con la implantación de la pena de muerte para autores de crímenes como asesinatos, violaciones a menores de edad, secuestro entre otros?

El 49,2 % de los venezolanos se muestra de acuerdo, el 45,2 % en desacuerdo y 1,7 % no sabe, no opina, no contesta.

El  53,2 % de los que se identifican con la oposición respaldan la pena de muerte  pero entre los oficialista lo hace el 47,7 %, mientras que en los independientes el respaldo es de 48,0 %, en los tres casos mayoría sobre los que no la respaldan.

Terribles resultados estos, derivados seguramente de la angustia de todos por la inseguridad que junto con el desabastecimiento es  percibida como el mayor problema del país.

24 Naciones del mundo mantienen la pena de muerte –entre ellas las democráticas Estados Unidos y Japón, las comunistas China y Corea del Norte, las ricas Kuwait y Singapur, las pobres Botsuana y Guinea Ecuatorial- y recurrentemente ejecutan a delincuentes sentenciados por crímenes considerados horrendos incluidos el tráfico de drogas pero también, en los islámicos, por delitos como el adulterio o la abjuración de las creencias religiosas. Se fusila, se ahorca, se usa la silla eléctrica o la inyección letal; lo cierto es que en un mundo donde millones de voces claman por derechos humanos, la pena de muerte no está en vías de extinción y por vez primera, en décadas, hasta donde sé, en un país donde no la hay, sus ciudadanos opinan favorablemente a ella.

Por principios, me opongo a la pena de muerte porque creo, católico que soy, que la vida es un don de Dios y solo Él puede disponer de esta pero entiendo a quienes ya en la desesperanza, o en la rabia que perfectamente puede ser, se muestran favorables a que se termine con la existencia de quienes cometan crímenes atroces.

¿Cuántos connacionales  han sido muertos en manos del hampa por motivos fútiles? ¿A cuántos han asesinado por un celular o un par de zapatos?  ¿Cuántas familias y por cuánto tiempo sufren por un hijo secuestrado y en cuantas ocasiones el rapto termina en tragedia? ¿Cuántas mujeres, niñas incluso, han sido violadas salvajemente?

La madre de un joven trabajador u estudioso, muerto para quitarle una bicicleta, la abuela de un niño asesinado en secuestro, el padre de una niña violada y traumada de por vida, el abuelo de un bebé victima en su cuna de un cruce de disparos de las bandas del barrio, ¿podrán pensar igual que yo acerca del respeto debido a la vida de cualquier ser humano cuando la de los suyos fue sesgada sin piedad por un semejante? ¿Cómo valorar la vida de un sicario –todavía me cuesta creer su existencia en Venezuela- que se ufana en entrevista sin rostro que “se ha quemado a 20” y no llega a 20 años? ¿Cuál será la apreciación de los familiares de Mónica Spear o los de Robert Serra?

La pena de muerte ha sido extraña a nuestra historia republicana si bien en la Colonia existió y en la guerra de independencia el propio Bolívar la convirtió en proclama con el Decreto de Guerra a Muerte firmado en Trujillo, en Junio de 1813; no solo se ajustició a partidarios del Rey sino que hasta el mismísimo General en Jefe Manuel Piar, héroe excepcional y según leyendas pariente de El Libertador, cayó fusilado junto a un muro de la Catedral de la antigua Angostura tras un juicio sumario que todavía arroja dudas.

No es de extrañar, que en cualquier momento individuos o grupos enarbolen la bandera de la pena de muerte; cuando ello suceda, estaremos dando un paso más hacia la barbarie.