Como todos los inventos, la universidad tampoco tiene una fecha clara de nacimiento.Muchos consideran universidades las cinco grandes escuelas griegas: la Pitagórica, la Academia, el Liceo, la Stoa (hogar de los estoicos) y el Jardín de Epicuro. Se sabe que en el año 425 se fundó la Universidad Imperial de Constantinopla, institución que funcionó de manera intermitente hasta 1453.

Pero el principal hito histórico de la Antigüedad en este campo lo constituyó la Biblioteca de Alejandría, con sus museos, colecciones de libros y objetos de arte y centros de investigación. Allí se codificó una buena parte del pensamiento babilónico, egipcio, judío y griego. De las anotaciones que hacían sus investigadores en las márgenes de los libros, o escolios, viene la palabra escuela. La tradición occidental de centrar la cultura en el texto, es una idea alejandrina.

En el siglo VII había en Nisbis, Persia, una universidad que era considerada la mejor de Asia, y una famosa escuela de traductores en Bagdad, en la tierra de la Torre de Babel, naturalmente, que llegó a reunir a centenares de especialistas en 47 lenguas vivas o muertas y produjo complejas teorías de lingüística comparada.

Pese a las pataletas de los historiadores europeos, la universidad en su sentido moderno, es decir, como un centro multidisciplinario de investigación y educación de nivel superior, es un invento africano. La primera, la Universidad de Al-Qarawyin, fue erigida en Fez, Marruecos, en el año 859 después de Cristo, y un siglo después abrió sus puertas en El Cairo la Universidad de Al-Azhar. Ambas estaban consagradas al estudio del Corán, las lenguas árabes, la historia del mundo islámico y los misterios de las ciencias naturales. Sus aportes fueron vitales para Europa: sin el concurso de los sabios árabes y africanos, y las invasiones musulmanas, la alta Edad Media europea habría sido más larga y más oscura.

Sólo después, en el siglo XI, aparecen, las primeras universidades europeas. Nacieron de la unión de los saberes empíricos de los gremios y la tradición académica de las escuelas catedralicias. Los gremios aportaron sus conocimientos de arquitectura, metalurgia, artes, vinos, armería, alquimia, barbería, botánica, astrología. Las escuelas aportaron la tiza, el tablero, la filosofía secular, la teología, el tomismo, la escolástica, el neoplatonismo y el derecho. Por estar inscritas en la ciudad, por su labor evangelizadora y por su afán constructor, las catedrales establecieron un diálogo fluido con la sociedad, cosa que nunca hicieron los monasterios, cerrados siempre con doble llave: la clausura y la lejanía.

Los profesores estaban obligados a jurar que no enseñarían sus conocimientos en otras universidades. A los estudiantes les prohibían tomar apuntes. Se consideraba esencial que memorizaran la instrucción (George Steiner cree que fue un error abandonar esta pedagogía: “Lo que sabemos de memoria crece y viaja y envejece con nosotros, está siempre a la mano en la mesa, en el gabinete y en el lecho. No se puede escribir a punta de diccionario ni pensar a punta de Google. Ni siquiera hablar. Si mucho, tartamudear”).

Lo que es la ciudad para la vida civil, es la universidad para la vida del pensamiento. Sin ella, tendríamos que descubrir el fuego y la rueda todos los días, la historia sería una borrosa mitología y el futuro dependería de los dioses o del capricho del azar. Pero no juega el papel que se merece. La academia pesa menos que el congreso, los medios o la industria, estamentos que, todo hay que decirlo, tienen una historia más corta y mucho más discreta, para usar un adjetivo suave, que la universidad.

Fuente: El Espectador, más en:

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