Hemos convertido la universidad en un absurdo que conjuga el activismo simplón con los abusos de la producción capitalista. Los profesores ya no leemos ni siquiera estudiamos. Estamos demasiado ocupados en escribir y explicar lo que supuestamente debíamos haber leído, pero las horas de acopio cultural y reflexión han quedado prácticamente desterradas de las labores universitarias en lo que atañe a saberes humanísticos. La culpa no es del profesorado, que simplemente adapta sus esfuerzos para sobrevivir en un contexto absurdamente darwiniano, sino de los gestores científicos que desde hace algunos años han decidido no sólo destruir las humanidades, sino socavar las condiciones vitales y materiales que las hicieron posible.

Echen un ojo a la jerga con la que se hace política científica y podrán calibrar el tamaño del suicidio cultural y civilizatorio en el que nos encontramos. Si un investigador, pongamos un filósofo quiere solicitar financiación para un proyecto, lo primero que encuentra es un muro de palabras absurdas: sinergias, interdisciplinaridad, disrupción…y todo ello planteado desde unos presupuestos teóricos que en origen parecen provenir de las ciencias experimentales o aplicadas, pero que, sin embargo, se compadecen más con la verborrea alucinada del fundador de una «startup». Todo son «retos», «talento», «desafíos de las sociedades inclusivas» y otros títulos ansiosos que alternan tonos contradictorios entre lo mesiánico y lo apocalíptico, aunque siempre coinciden en tomar el futuro como ideología.

Un buen investigador en humanidades debería poder estudiar a Lactancio en paz, porque lo que debe, prioritariamente, es dominar su materia. Y esto significa que tiene que poder contar con horas de silencio y de retiro sin que nadie le exija detallar en un Excel cuál es el resultado de su lectura o en qué medida su investigación será útil para frenar el cambio climático o la xenofobia. Porque a veces las formas más cultivadas del espíritu no generan un rendimiento inmediato para la agenda política. Es tan sencillo como eso. Tener expertos en Kant, en Chrétien de Troyes o en lenguas muertas a veces no genera un retorno social mesurable, pero constituye un patrimonio inmaterial imprescindible para que la sociedad prospere.

Desde hace demasiado tiempo hemos querido convertir a la universidad en un absurdo que conjuga los peores delirios del activismo simplón con los abusos de la producción capitalista. La rendición de cuentas, que en cierto grado es razonable, ha acabado convirtiéndose en la única prioridad, hasta convertirnos en expertos en rendir cuentas de lo que nunca ha sucedido. Nuestra obsesión por la eficiencia ha acabado por condenarnos a la peor ineficiencia. Invertimos millones en crear redes de conocimiento internacional, congresos y publicaciones al tiempo que somos incapaces de brindarnos lo más imprescindible: tiempo. Tiempo para el silencio, el estudio y la lectura. Todo lo que no sea eso, es humo. .

Tomado de TIGRES DE PAPEL.

Autor: Diego S. Garrocho Salcedo, @garrochos profesor de Ética y Filosofía Política y vicedecano de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras de a Universidad Autónoma de Madrid, España.

Artículo enviado por el PhD Marcelo Laprea Bigott.