El viejo Mateo vivía en las afueras de la ciudad desde que sus hijos decidieron salir de Venezuela en busca de un futuro ajeno cuando el futuro propio se les puso negro en el país.

Mateo peleaba con ellos, porque era revolucionario rodilla en tierra y carabina al hombro, acusándolos de ser contrarrevolucionarios, por pensar tan sólo en los intereses personales en lugar de ayudar a construir la felicidad que el socialismo traería consigo.

Pero los hijos – médico uno e ingeniero el otro – no le hicieron caso, cogieron sus bártulos y se fueron a otras tierras en busca de las oportunidades que en su país les eran negadas. 

Mateo había sido un hombre vital, un profesional de la contaduría que había trabajado en la administración pública. Un tipo honesto que se opuso a corruptelas en su trabajo y al hacerlo interrumpió la cadena de negociados de sus compañeros, quienes entonces orquestaron una campaña en su contra para lograr su destitución, cosa que finalmente consiguieron. 

Cuando fue despedido, Mateo estaba a punto de jubilarse, por lo que quedó sin el chivo y sin el mecate, e incluso le quitaron la caja del Clap bajo la acusación de ser un traidor aliado del imperio norteamericano, misma acusación que él les hacía a los hijos.

Pero pesar de eso siguió en la revolución porque el verdadero revolucionario, según el comandante supremo, no se probaba en las buenas sino cuando pasaba hambre.

Además, había sido allí, en la revolución, donde por primera vez se había sentido importante, y eso lo había marcado para siempre. 

Sin sueldo y sin Clap, Mateo tuvo que recurrir a sus hijos que después de un largo periplo de penurias trabajaban en España y Estados Unidos. Pero ambos estaban muy ocupados y no quisieron involucrarse en el asunto porque lo que más deseaban era dejar atrás el pasado, mirando de frente al futuro promisorio que se abría ante ellos

Mateo, íngrimo y solo en su casa de las afueras, contaba las horas, pasando más trabajo que ratón de ferretería. 

Tenía un viejo cacharro con el cual hacía de taxista de vez en cuando, hasta que llegó el coronavirus y con él la cuarentena, sazonada con la escasez de gasolina en el país petrolero más importante de Latinoamérica, y el auto se negó a andar como un enfermo in artículo mortis. 

Mateo había sido un soñador, un tipo recto como una flecha, que se negaba a creer que esos sueños se habían truncado en manos de ineptos, pero llegó el momento en que no pudo más, pues la verdad le explotó en la cara, mostrándole el feo rostro de la realidad circundante. 

Y la realidad era que las cosas habían llegado a un punto de no retorno: sin agua, sin gas, sin gasolina, sin luz, sin alimentos y con una hiperinflación que estaba convirtiendo al otrora hermoso y rico país en un camposanto en ruinas.

Mateo se daba cuenta ahora, un poco tarde, de que los venezolanos estaban prisioneros entre las cuatro paredes de la nación, sentenciados a una vida de penurias, sin fórmula de juicio, y que él había sido uno de sus impenitentes carceleros. 

Ese golpe fue demasiado fuerte para su desvencijado cuerpo y su mente confusa. Se deprimió, se le bajaron las defensas y le dio gripe. Creyó que tenía coronavirus, pero no murió de eso según el parte oficial que, siempre negando la realidad, hablaba de infarto al miocardio. Tampoco el reporte dio a conocer sus últimas palabras, escritas en un viejo y arrugado afiche del comandante supremo que descansaba encima de la mesa de noche.

Me voy al otro mundo, lo sé, pero no me importa porque he descubierto aquí en la Tierra que el quinto infierno y la quinta República son la misma vaina.

Cualquier parecido con la realidad es… 

(*) Comunicador Social. Ancla de Unión Radio 93.7 FM Puerto La Cruz- Venezuela.

Imagen: cortesía de Guazque es Arte