La cuarentena nos ha estrechado el pensamiento en estos meses en que hemos estado prisioneros en nuestros hogares huyéndole al virus chino. Alejados de nuestros compañeros de trabajo, familiares, amigos y relacionados, sin poder movernos porque ni gasolina hay, solo pensamos en las cuatro paredes que nos protegen de la pandemia y en las sandeces de un régimen que vierte sus desechos de coprolalia para atemorizarnos in artículo mortis.

En esas condiciones nuestras imágenes oníricas de buenos tiempos han dado paso a la angustia, la desesperación y el desengaño de los vaivenes de una historia que de pronto parece llegar a su final solo para alargarse indefinida y miserablemente en el tiempo.

En particular he dejado de soñar en cosas con las cuales soñaba comúnmente para meterme en el laberinto de pasiones de las películas que son mi pasatiempo de las horas muertas. Es decir, sueño con películas, que es el mundo en que me desenvuelvo, secuestrado como estoy.

Con películas y con los rastrojos del fútbol que han quedado en el camino de mi memoria oxidada; así, el otro día soñé que jugaba en el Barsa al lado de Messi en un clásico contra el Real Madrid. Fue un sueño estupendo como todos los sueños donde te sientes realizado. Anoté dos goles y Messi otros dos y ganamos 4 a 0 en medio de la algarabía del Camp Nou. En mi mente ha quedado estampada para siempre la cara de culo que puso Sergio Ramos cuando le hice un caño en un servicio a Leo, que este convirtió en un gol fascinante, jaja, ¡toma, a ver si aprendes quién es el macho, joder!

He ido en sueños por todas partes. Igual he estado en Casablanca con Humphrey Bogard e Ingrid Berman (presencié hasta las lágrimas cuando él le dijo «Siempre tendremos París»), que con John Wayne cabalgando en las áridas llanuras de Wyoming en persecución de pistoleros infernales a quienes, gracias a mi destreza con las armas, aprendida en mi niñez feliz en la Mesa de Guanipa, pusimos siempre a buen recaudo a punta de plomo parejo.

Sin embargo, nada igual a haber acompañado al sheriff Will Kane en Hadleyville haciendo frente a la sentencia de muerte que había dictado en su contra el malvado Frank Miller, aquel mediodía, a *la hora señalada* en que el sol ardiente como un horno les encogió las pelotas a los hombres del pueblo que, atemorizados como niños perdidos en el bosque, le dieron la espalda al hombre que siempre los había defendido.

Había llegado yo al pueblo la noche anterior después de cabalgar durante todo el día, y debe haber sido la divina providencia la que me llevó, porque así pude presenciar los acontecimientos de ese día de muerte, en tiempo real.

Will Kane buscó en vano la ayuda de los pobladores, mismos que hacían loas de él cuando años antes había detenido al peligroso Miller a quien el corrupto poder judicial del estado (qué raro, ¿no?) le había condonado la pena y que ahora regresaba a vengarse, con su hermano y otros dos sujetos más, hombres malencarados de pistolas sangrientas al cinto, que estuvieron toda la mañana esperando a su jefe en la estación del tren, bebiendo anís del mono y tocando la armónica, impacientes porque no había empezado la plomazón.

Mientras en el _Saloon_ los jalabolas le negaban el apoyo al sheriff, la mujer de este, la bella Amy, se debatía entre abandonarlo o quedarse a su lado, y la sexi Helen, ex mujer de Miller y ex mujer de Kane, cogía las de villadiego para no ver aquella masacre de los dos hombres que habían disfrutado las mieles de su juventud perdida.

-Yo lo acompaño, sheriff, usted no está sólo – le dije con la valentía que suelo mostrar en mis sueños coronavíricos, la cual desgraciadamente me abandona cuando tengo los ojos abiertos.

-¿Está seguro? ¡Mire que

Esos hombres son más peligrosos que los del FAES! – me dijo con la duda brillando en los ojos incrédulos. 

-Joder, la duda ofende. Si no confía en mí, pregúntele a John Wayne, las veces que hemos enfrentado a los malandros del Oeste.

El solo nombre del pistolero más avezado de aquellos tiempos desbocados lo convenció.

-Ni hablar, amigo, bienvenido. Usted debe ser un vergatario.

No voy a alargar más está historia. Basta con decir que en un tris tras despachamos al infierno a los cuatro pistoleros con la ayuda de Amy, que había vuelto en pos del esposo asediado. Se habían casado ese mismo día y todavía no habían consumado el matrimonio. 

Y entonces, aquel pueblo de cobardes que revolcándose en su miedo había vaciado las calles, de pronto se llenó de gente que corrió a felicitarnos.

-¡Váyase al carajo, sheriff, esta gente no vale la pena! – le dije.

Will Kane me abrazó como hubiera abrazado Justo Brito a Juan Tavares y, acto seguido, se quitó la placa de hojalata, la tiró al suelo polvoriento teñido con la sangre enemiga, y subió con su mujer a su carreta tirada por dos caballos.

Lo vi alejarse con la majestuosidad del hombre honesto, valiente e incansable, pero alcancé a oír cuando me dijo:

-Alexis, dile a tu gente que los pueblos sumisos, los pueblos que niegan sus derechos, que no luchan, están condenados irremisiblemente a ser esclavos.

¡Qué vaina!, ¿no?

(*) Comunicador Social.  Ancla de Unión Radio 93.7 FM Puerto La Cruz.

Imagen: sheriff Will Kane en Hadleyville. Cortesía de trenvista.net